lunes, 8 de octubre de 2012

Una tarde en Kioto

El año pasado estuve dos semanas en Japón. Aterrizamos en el aeropuerto de Narita el sábado 3 de diciembre. Ese día, supimos después, se estrenaba en los cines la película de K-ON!

Con esta imagen había toda clase de publicidad en la ciudad

Tengo una relación especial con K-ON! Su premisa es sencilla y atractiva: Yui, que nunca en su vida había formado parte de ningún club, se une a otras chicas de su preparatoria y organizan una banda «de música ligera». Sonaba bien para mí, que hace años tuve una banda con algunos amigos. Buenos recuerdos.

La primera temporada se transmitió durante la primavera de 2009 y en esa época yo trabajaba atendiendo crisis de ansiedad por teléfono. Tenía a mi cargo la guardia nocturna de los jueves y justo en esas noches coincidía que se podía encontrar el capítulo de cada semana. Es de esas series que, aunque tienen un planteamiento, realmente no se tratan de nada. Son sólo cosas que pasan, pero que, de alguna manera, tienen la facultad de poner al espectador de muy buen humor. Acompañado de K-ON!, la aburrida guardia nocturna se hacía mucho más llevadera.

La segunda temporada se estrenó algunos meses después, ya en 2010. Para entonces yo pasaba por una etapa difícil que terminó con la exclusión quirúrgica de uno de mis riñones. En ese tiempo, parte de mi rutina era ir a consulta al hospital frecuentemente, hacerme repetidos estudios e ir previendo la inminente cirugía. Mi humor no era el mejor pero igual, semana a semana, podía ver un nuevo episodio de K-ON!! (con dos signos de admiración, ahora) y olvidar por poco más de veinte minutos, que lo estaba pasando mal. Lo demás es historia.

Durante el viaje, nos dedicamos a recorrer todo lo que pudimos de las tres ciudades principales: Tokio, Kioto y Osaka. Claudia y Gabriel trataron de convencerme desde el primer día que buscáramos tiempo para ver K-ON!, y yo me negaba, alegando que no íbamos a entenderla y que, en todo caso, no habíamos ido tan lejos para meternos en una sala de cine.

El famoso Pabellón Dorado, en Kioto.

El último día que estuvimos en Kioto lo hicimos sin ningún plan en mente. Sólo queríamos caminar insertos en la cotidianidad de esa ciudad que tanto nos había gustado. Nos subimos a un autobús cuya ruta llevaba al oriente de la ciudad, bajamos en cualquier lugar y caminamos indefinidamente por sus calles. Vimos un par de templos, compramos dulces y otros souvenirs, recorrimos uno de esos largos pasajes comerciales. Había sido un día extrañamente sincrónico: desde la estación de Shinagawa, en Tokio, tomamos el tren bala que parecía sólo estar esperándonos; ya en Kioto, encontramos cada autobús que usamos en el momento justo en que iba a partir, cuando tuvimos hambre hallamos un restaurante de fideos chinos a pocos pasos (otros días habíamos sufrido por ello) y, finalmente, dimos inadvertidamente con una sala de cine que proyectaba K-ON!.

“Está bien –les dije, como retando al sortilegio–, si la película empieza en no más de quince minutos, la vemos”. Me preocupaba que termináramos muy tarde y no alcanzáramos el último tren a Tokio. Empezaba en diez. Como pudimos, le explicamos al dependiente que queríamos tres boletos y él nos advirtió –en japonés– que la película estaba totalmente en japonés (¿?), suponemos que para confirmar si eso no iba a ser un problema. Tan amable, él. Pagamos, compramos palomitas y refrescos y la vimos. Reímos mucho. También la audiencia, compuesta mayoritariamente por adolescentes, aunque ellos lo hacían breve y discretamente y no a carcajada batiente, como nosotros. Era cierto que no entendíamos los diálogos pero las situaciones eran tan claras y los personajes nos eran tan familiares que el idioma prácticamente no pesó.

Salimos y, siguiendo esa peculiar dinámica del día, el autobús parecía estar esperándonos para llevarnos a la estación de Kioto y un nuevo tren bala estaba disponible en cuanto llegamos para devolvernos a buena hora a Shinagawa.

2 comentarios:

  1. Probablemente molestaron a toda la sala riendo tan fuerte

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  2. La primera vez sí, pero ya después imitamos la forma discreta de reír. Juro que no fuimos TAN maleducados.

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